El cine tiene una enorme capacidad seductora: nos transporta a otro mundo, nos invita a soñar, nos hace ver la realidad de otro modo… Hasta nos hace vivir otras vidas sin salir del patio de butacas. Esta capacidad de “fascinarnos”, de evadirnos de nuestro mundo y transportarnos a otro es la situación que vemos plasmada —metafóricamente— en la película La rosa púrpura del Cairo (1985).
Como Cecilia (Mia Farrow), la protagonista del filme de Woody Allen, el espectador siente también una llamada a “meterse” en la historia que ve en la pantalla. Si el argumento es bueno y cautivador, el espectador “se olvida” de que está viendo una ficción y asume esa historia como una experiencia que está “viviendo” en ese instante. Es decir, se siente impulsado a cruzar el espacio que le separa de la pantalla y adentrarse en otro contexto de valores. Con su imaginación, entra en el mundo de la ficción cinematográfica y experimenta en sí las emociones que viven los personajes: se alegra, se entristece o se enamora con el protagonista, y hace vida propia sus inquietudes y proyectos.
Este proceso de simpatía con los personajes es conocido en la industria cinematográfica como “transferencia de imagen o de personalidad”, y se alcanza cuando el espectador se pone en lugar del personaje, asume sus ideales y empatiza con sus emociones. Cuando se da la identificación —cosa que no ocurre siempre, pero que es más frecuente en los jóvenes y adolescentes—, el espectador tiende a reducir las diferencias de actitud y de convicción porque desea parecerse lo más posible a él. Si el personaje siente rechazo al compromiso matrimonial, él lo sentirá también; y si aprueba las relaciones durante el noviazgo, el espectador las aprobará también emocionalmente, incluso aunque sus convicciones vayan por un camino totalmente distinto. “Si el 007 va a salvar al planeta, y es tan fuerte y tan atractivo —interioriza, sin pensarlo, el espectador— yo puedo perdonarle que, en el camino, se acueste con tres o cuatro mujeres, incluso aunque algunas de ellas estén casadas. ¡Porque es mi héroe!”.
Ese deseo de identificación suscitado por la trama acaba por minimizar las diferencias en la escala de valores, al menos durante la proyección. Porque no puedo identificarme con el protagonista —seguir la historia a través de sus ojos— y, al mismo tiempo, cuestionar sus ideales o sus comportamientos. Si el protagonista es infiel a su mujer (pero la historia justifica esa infidelidad por un “sentimiento verdadero”), o si miente para conseguir escapar (y así llevar a cabo su proyecto en favor de los demás); es decir, si la historia me arrastra, es muy posible que acabe asumiendo esas conductas como “auténticas” y acabe comulgando con ellas. Al menos, durante la proyección.
Como Cecilia (Mia Farrow), la protagonista del filme de Woody Allen, el espectador siente también una llamada a “meterse” en la historia que ve en la pantalla. Si el argumento es bueno y cautivador, el espectador “se olvida” de que está viendo una ficción y asume esa historia como una experiencia que está “viviendo” en ese instante. Es decir, se siente impulsado a cruzar el espacio que le separa de la pantalla y adentrarse en otro contexto de valores. Con su imaginación, entra en el mundo de la ficción cinematográfica y experimenta en sí las emociones que viven los personajes: se alegra, se entristece o se enamora con el protagonista, y hace vida propia sus inquietudes y proyectos.
Este proceso de simpatía con los personajes es conocido en la industria cinematográfica como “transferencia de imagen o de personalidad”, y se alcanza cuando el espectador se pone en lugar del personaje, asume sus ideales y empatiza con sus emociones. Cuando se da la identificación —cosa que no ocurre siempre, pero que es más frecuente en los jóvenes y adolescentes—, el espectador tiende a reducir las diferencias de actitud y de convicción porque desea parecerse lo más posible a él. Si el personaje siente rechazo al compromiso matrimonial, él lo sentirá también; y si aprueba las relaciones durante el noviazgo, el espectador las aprobará también emocionalmente, incluso aunque sus convicciones vayan por un camino totalmente distinto. “Si el 007 va a salvar al planeta, y es tan fuerte y tan atractivo —interioriza, sin pensarlo, el espectador— yo puedo perdonarle que, en el camino, se acueste con tres o cuatro mujeres, incluso aunque algunas de ellas estén casadas. ¡Porque es mi héroe!”.
Ese deseo de identificación suscitado por la trama acaba por minimizar las diferencias en la escala de valores, al menos durante la proyección. Porque no puedo identificarme con el protagonista —seguir la historia a través de sus ojos— y, al mismo tiempo, cuestionar sus ideales o sus comportamientos. Si el protagonista es infiel a su mujer (pero la historia justifica esa infidelidad por un “sentimiento verdadero”), o si miente para conseguir escapar (y así llevar a cabo su proyecto en favor de los demás); es decir, si la historia me arrastra, es muy posible que acabe asumiendo esas conductas como “auténticas” y acabe comulgando con ellas. Al menos, durante la proyección.
Hay momentos en mi vida en los que esto de la transferencia de personalidad se hace más patente. No es sólo el factor de la película (si me gusta más o menos el personaje) sino también la disposición del espectador la que marca esta influencia, incluso en mayor medida que la afinidad hacia la historia que se contempla.
ResponderEliminarReconozco que no estoy en mi mejor momento y que todo en general me afecta más de lo normal. Y las películas no van a ser menos. Además las dos últimas películas que he visto (La boda del monzón y Cometas en el cielo) han resultado contener, como parte de la trama, abusos sexuales a menores.
Es importante analizar cómo esa transferencia de personalidad acaba legitimando conductas que moralmente son malas. Pero yo también abriría una nueva vía de investigación para ver en qué medida el cine es vehículo transmisor de: angustias, tristezas, desesperanzas... Aunque me temo que ambos caminos, en su raiz, tienen el mismo origen.
Un abrazo.
JRRM
Es evidente que el cine y las películas han dejado su impronta en la personas, en los espectadores; para bien o para mal.
ResponderEliminarPersonajes y actores de otros momentos, viriles, representantivos de unos valores morales y éticos e intervinientes en unos argumentos que eran paradigmas de una sociedad, en la que se distinguía perfectamente lo bueno de lo malo (sin caer en maniqueísmos), se enaltecían los valores familiares, de compañerismo, de camaradería, de sacrificio, de fidelidad en la pareja hombre-mujer e, incluso, de patriotismo, se han ido desvaneciendo desgraciadamente y sustituídos por temas más evanescentes y ambíguos; y no digamos si lo que se representa o interioriza son personajes que suelen ser modelos de actitudes deshumanizadas, egoístas y antireligiosas, como muchas de las producciones expuestas recientemente, entre ello el desprestigio de la propia familia, como primera célula de la sociedad.
Hay que trabajar por promocionar un cine que retome la realidad de nuestro tiempo, pero con aquellos valores y argumentos cinematográficos perdidos.
La influencia del cine en el espectador es tal que, incluso, influye en las modas de cada momento, y me explico: Ahora o de unos años a esta parte, en que se proyectan tantas y tantas películas antíguas (de hace unos 40 o 50 años), con la indumentaria, vestuario y decoración propios de la época a que pertenece la película; esos mismos estilos de vestir, de colores, hechuras, mobiliarios y hasta de cortes de pelo, se ponen de moda.
ResponderEliminarY, aunque se dice que las modas son cíclicas y que un determinado formato de montura de gafas, etc, reaparecen en el mercado cuarenta años después. Sin duda, la revisión de esas películas, con sus ambientes, etc, hacen reaparecer todo aquello que el espectador ve, en vez en el cine, en su televisor. Pero, al fín y a la postre, sigue siendo el cine, aunque sea el espejo de otra época o momento, el que repercute en los gustos y tendencias del gran público y de los que venden moda.
Bueno, bueno, no sé quien fué el listillo que etiquetó el cine como séptimo arte. Francamente, yo lo bautizaría como "el séptimo engaño". Francamente, valoro más a un mecánico que a un cineasta. Al menos el primero hace algo más por uno.
ResponderEliminarEn mi caso, hace ya tiempo que le dí una patada a todo este negocio. El televisor lo tengo bajo arresto, y sólo lo enciendo para ver House o Cuarto Milenio. En cuanto al resto, que le den morcilla, que ya me he cansado de tanto pan y circo.
En cuanto a lo de que 007 se acueste con varias mujeres, yo simpatizo más con el Dioni, que lo haría con tropecientas mil más y no es actor. Ah, Sr. Dioni, lástima que no le hayan seleccionado para hacer una serie quinqui. Seguro que Vd. vendería en este país tan picaresco más que James Bond con toda su parafernalia. Además, Roger Moore no le da tanto a las tapas de chipirones y al Barbadillo. Aggg, qué aburridos son los británicos...
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