En un artículo anterior, hablaba de cómo el cine puede fascinarnos, puede legitimar conductas o puede influir en nuestros valores y creencias. Este artículo de Guillermo Callejo, publicado en Cinemanet, abunda en esa misma idea.
El cine, el buen cine, tiene la virtud de cautivarnos, conmovernos y sacudirnos por dentro. Nos lleva a escenarios memorables, a diálogos vibrantes, a persecuciones antológicas, a discursos decisivos. Y lo logra hasta tal punto que a veces dejamos que las emociones obnubilen nuestra razón. O sea, sin ser del todo conscientes, aceptamos ideas o anhelamos que el protagonista se comporte de una manera que, a priori, va en contra de los principios que con tanta vehemencia proclamamos en una discusión de bar.
No, no hablo hipotéticamente. Me refiero a la venganza que esperamos que Wiliam Wallace consuma al final de Braveheart; me refiero a la victoria que confiamos que Al Pacino obtenga tras el violento tiroteo final de Scarface; me refiero a la candidez con la que contemplamos el comportamiento rebelde y autocomplaciente del trágico Kevin Spacey en American Beauty; o me refiero a las exultaciones de nuestro ánimo mientras vemos a Uma Thurman saldando morbosamente sus deudas en Kill Bill; He ahí un puñado de ejemplos que ilustran el poder y la fuerza de un cine sabiamente urdido y capaz de trocar, por momentos, nuestras convicciones en un cúmulo de etéreas premisas que pasan a un segundo nivel.
Pues bien, entre esos extraños y escondidos contrastes razón-sentimientos que padece el espectador, están los que propician las películas sobre la fe. Porque muchos de los públicos se dirán ateos, paganos o, quién sabe, incluso fideístas, pero -curiosamente- es Dios, y de modo más concreto la figura de Cristo y la historia de su Iglesia, el que no deja de salir a la palestra en el cine de una manera u otra.
Desde epopéyicos largometrajes de Charlton Heston (Los diez mandamientos, Ben-Hur, etc.) hasta polémicas reinterpretaciones de la vida de Jesús (La última tentación de Cristo, Jesucristo Superstar), pasando por filmes sobre los ángeles y el más allá y producciones recientes de elevado coste, está claro que la esfera de lo espiritual, de lo sobrenatural, recorre la historia del cine y alude al heroísmo de muchos religiosos. Se pueden aludir a paradigmas españoles (Canción de cuna, Marcelino pan y vino), europeos (El séptimo sello, Rompiendo las olas) e internacionales (La misión, La ciudad de la alegría, Yo confieso, Quo Vadis, Natividad, Un hombre para la eternidad, La pasión de Cristo).
Supongo que todo esto se debe a que entre los objetivos del cine está reflejar la condición humana, sus inquietudes, problemas y esperanzas. Y si hay algo queda claro en nuestros pocos miles de años de historia, es que las personas somos eminentemente religiosas. Tal vez para negar a Dios o para defenderlo a capa y espada, pero el hecho es que no nos deja indiferente. Albergamos siempre un interrogante al respecto que jamás se acalla.
El cine, el buen cine, tiene la virtud de cautivarnos, conmovernos y sacudirnos por dentro. Nos lleva a escenarios memorables, a diálogos vibrantes, a persecuciones antológicas, a discursos decisivos. Y lo logra hasta tal punto que a veces dejamos que las emociones obnubilen nuestra razón. O sea, sin ser del todo conscientes, aceptamos ideas o anhelamos que el protagonista se comporte de una manera que, a priori, va en contra de los principios que con tanta vehemencia proclamamos en una discusión de bar.
No, no hablo hipotéticamente. Me refiero a la venganza que esperamos que Wiliam Wallace consuma al final de Braveheart; me refiero a la victoria que confiamos que Al Pacino obtenga tras el violento tiroteo final de Scarface; me refiero a la candidez con la que contemplamos el comportamiento rebelde y autocomplaciente del trágico Kevin Spacey en American Beauty; o me refiero a las exultaciones de nuestro ánimo mientras vemos a Uma Thurman saldando morbosamente sus deudas en Kill Bill; He ahí un puñado de ejemplos que ilustran el poder y la fuerza de un cine sabiamente urdido y capaz de trocar, por momentos, nuestras convicciones en un cúmulo de etéreas premisas que pasan a un segundo nivel.
Pues bien, entre esos extraños y escondidos contrastes razón-sentimientos que padece el espectador, están los que propician las películas sobre la fe. Porque muchos de los públicos se dirán ateos, paganos o, quién sabe, incluso fideístas, pero -curiosamente- es Dios, y de modo más concreto la figura de Cristo y la historia de su Iglesia, el que no deja de salir a la palestra en el cine de una manera u otra.
Desde epopéyicos largometrajes de Charlton Heston (Los diez mandamientos, Ben-Hur, etc.) hasta polémicas reinterpretaciones de la vida de Jesús (La última tentación de Cristo, Jesucristo Superstar), pasando por filmes sobre los ángeles y el más allá y producciones recientes de elevado coste, está claro que la esfera de lo espiritual, de lo sobrenatural, recorre la historia del cine y alude al heroísmo de muchos religiosos. Se pueden aludir a paradigmas españoles (Canción de cuna, Marcelino pan y vino), europeos (El séptimo sello, Rompiendo las olas) e internacionales (La misión, La ciudad de la alegría, Yo confieso, Quo Vadis, Natividad, Un hombre para la eternidad, La pasión de Cristo).
Supongo que todo esto se debe a que entre los objetivos del cine está reflejar la condición humana, sus inquietudes, problemas y esperanzas. Y si hay algo queda claro en nuestros pocos miles de años de historia, es que las personas somos eminentemente religiosas. Tal vez para negar a Dios o para defenderlo a capa y espada, pero el hecho es que no nos deja indiferente. Albergamos siempre un interrogante al respecto que jamás se acalla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario