En el reciente libro-entrevista "El jesuita" (Sergio Rubin y Francesca Ambroguetti, Ed. Vergara, 2011), el Papa afirma que su película preferida es “El festín de Babette”, dirigida por Gabriel Axel en 1987, Óscar al mejor filme extranjero. Me alegró leer eso, porque también a mí me parece uno de los filmes más preciosos de los 80. Tierno, sugerente, lleno de emotividad, es un relato que no deja indiferente, que hilvana temas profundos con los hilos delicados de historias frágiles. De fondo, percibimos el gran tema de la religión: la distinta concepción de católicos y protestantes en lo relativo a la felicidad.
Sobre esta película publiqué en 2008 una reseña en la revista “Mesa y Negocios”, en la sección "La buena mesa en el cine". Pero, para este post, he seleccionado la crítica de mi amigo Jesús Acerete, en su blog Lecturas y Reflexiones, que puede resumirse en este comentario: "Una película maravillosa sobre cómo una sociedad de ambiente gélido e individualista, donde cada cual va a lo suyo y mira con desconfianza a los demás, puede ser transformada por una sola persona con capacidad de querer". Como veréis, acierta de pleno.
"El festín de Babette" es una bella metáfora de la fraternidad que debería reinar en la convivencia social. Una metáfora en la que las diversas sensibilidades pueden percibir diversos estratos de significado, cada vez más profundos.
"El festín de Babette" es, en el plano más superficial, un homenaje al sentido social y humano que se esconde detrás de algo en apariencia tan material como la gastronomía, el noble oficio de cocinar. Porque comer no es una mera necesidad biológica, propia de animales. El hombre es también espiritual, y su dimensión espiritual es capaz de transformar la comida en un arte con el que agasajar a los demás, en una manifestación de cariño y afecto. Babette, en su festín, muestra cómo el trabajo abnegado en la cocina es capaz de encender y unir corazones antes gélidos y distantes. "Yo podía hacerles felices cuando daba lo mejor de mí misma".
En un segundo plano más profundo, la película es también un bello canto a la generosidad, a la capacidad humana de dar sin esperar nada a cambio. En toda familia que funciona hay al menos uno o una que viven con ese espíritu generoso y desinteresado.
En un tercer plano la película muestra, a mi juicio, el contraste entre el calor de la fe católica de Babette, que afirma que el mundo es bueno porque ha salido de las manos de Dios, y esa fría desviación del cristianismo que es el calvinismo puritano, dominante en el pueblo danés al que ha llegado la cocinera francesa Babette. La fe católica aporta alegría y ganas de vivir, nada que ver con la negación y amargura del puritanismo. Una alegría que se manifiesta desbordante cuando Babette prepara su magnífico festín, sin reparar en sacrificios ni gastos.
Y en ese festín se intuye el cuarto plano, el más profundo: una gran metáfora de la Eucaristía, el verdadero Festín, el Gran Derroche de generosidad que nos transforma y hermana. La Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia y de cada católico. Es la Mesa que nos hermana, el hogar familiar en torno al que todos y cada uno encuentran calor y se sienten queridos. En la Eucaristía, ese gran festín en que la comida es el mismo Jesucristo, que se entrega en un exceso de generosidad, surge y crece la concordia y el hermanamiento entre los hombres. Ese es, quizá, el significado más hondo que ha querido expresar Gabriel Axel.
Todo eso es verdad. Por eso viene tan a propósito el comentario del entonces cardenal Bergoglio, cuando Sergio Rubin y Francesca Ambroguetti le preguntan si la Iglesia no insiste demasiado en el dolor como camino de acercamiento a Dios. Su respuesta es el mejor comentario al filme:
“Es cierto que en algún momento se exageró la cuestión del sufrimiento. Me viene a la mente una de mis películas predilectas, El festín de Babette, donde se ve un caso típico de exageración de los límites prohibitivos. Sus protagonistas son personas que viven un exagerado calvinismo puritano, a tal punto que la redención de Cristo se vive como una negación de las cosas de este mundo. Cuando llega la frescura de la libertad, del derroche en una cena, todos terminan transformados. En verdad, esa comunidad no sabía lo que era la felicidad. Vivía aplastada por el dolor. Estaba adherida a lo pálido de la vida. Le tenía miedo al amor.”
Os dejo con el tráiler, recientemente publicado con motivo del 25 aniversario de su estreno y de su próximo relanzamiento a los cines.
Sobre esta película publiqué en 2008 una reseña en la revista “Mesa y Negocios”, en la sección "La buena mesa en el cine". Pero, para este post, he seleccionado la crítica de mi amigo Jesús Acerete, en su blog Lecturas y Reflexiones, que puede resumirse en este comentario: "Una película maravillosa sobre cómo una sociedad de ambiente gélido e individualista, donde cada cual va a lo suyo y mira con desconfianza a los demás, puede ser transformada por una sola persona con capacidad de querer". Como veréis, acierta de pleno.
"El festín de Babette" es una bella metáfora de la fraternidad que debería reinar en la convivencia social. Una metáfora en la que las diversas sensibilidades pueden percibir diversos estratos de significado, cada vez más profundos.
"El festín de Babette" es, en el plano más superficial, un homenaje al sentido social y humano que se esconde detrás de algo en apariencia tan material como la gastronomía, el noble oficio de cocinar. Porque comer no es una mera necesidad biológica, propia de animales. El hombre es también espiritual, y su dimensión espiritual es capaz de transformar la comida en un arte con el que agasajar a los demás, en una manifestación de cariño y afecto. Babette, en su festín, muestra cómo el trabajo abnegado en la cocina es capaz de encender y unir corazones antes gélidos y distantes. "Yo podía hacerles felices cuando daba lo mejor de mí misma".
En un segundo plano más profundo, la película es también un bello canto a la generosidad, a la capacidad humana de dar sin esperar nada a cambio. En toda familia que funciona hay al menos uno o una que viven con ese espíritu generoso y desinteresado.
En un tercer plano la película muestra, a mi juicio, el contraste entre el calor de la fe católica de Babette, que afirma que el mundo es bueno porque ha salido de las manos de Dios, y esa fría desviación del cristianismo que es el calvinismo puritano, dominante en el pueblo danés al que ha llegado la cocinera francesa Babette. La fe católica aporta alegría y ganas de vivir, nada que ver con la negación y amargura del puritanismo. Una alegría que se manifiesta desbordante cuando Babette prepara su magnífico festín, sin reparar en sacrificios ni gastos.
Y en ese festín se intuye el cuarto plano, el más profundo: una gran metáfora de la Eucaristía, el verdadero Festín, el Gran Derroche de generosidad que nos transforma y hermana. La Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia y de cada católico. Es la Mesa que nos hermana, el hogar familiar en torno al que todos y cada uno encuentran calor y se sienten queridos. En la Eucaristía, ese gran festín en que la comida es el mismo Jesucristo, que se entrega en un exceso de generosidad, surge y crece la concordia y el hermanamiento entre los hombres. Ese es, quizá, el significado más hondo que ha querido expresar Gabriel Axel.
Todo eso es verdad. Por eso viene tan a propósito el comentario del entonces cardenal Bergoglio, cuando Sergio Rubin y Francesca Ambroguetti le preguntan si la Iglesia no insiste demasiado en el dolor como camino de acercamiento a Dios. Su respuesta es el mejor comentario al filme:
“Es cierto que en algún momento se exageró la cuestión del sufrimiento. Me viene a la mente una de mis películas predilectas, El festín de Babette, donde se ve un caso típico de exageración de los límites prohibitivos. Sus protagonistas son personas que viven un exagerado calvinismo puritano, a tal punto que la redención de Cristo se vive como una negación de las cosas de este mundo. Cuando llega la frescura de la libertad, del derroche en una cena, todos terminan transformados. En verdad, esa comunidad no sabía lo que era la felicidad. Vivía aplastada por el dolor. Estaba adherida a lo pálido de la vida. Le tenía miedo al amor.”
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