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El hombre que hacía milagros” fue una gesta cinematográfica sin precedentes, que tardó más de cinco años en llevarse a cabo. Comenzó en 1995, con dos equipos de animadores trabajando simultáneamente a más de cuatro mil kilómetros de distancia (en Cardiff, Gales, y en Moscú, Rusia).
Era la primera vez que un largometraje se hacía enteramente con la técnica claymation (de clay, arcilla, y animation), y eso supuso asumir un nivel de riesgo muy superior al de cualquier otra animación de la época.
Fue el sueño dorado de una joven productora rusa, Christmas Films, que habían fundado varios animadores del mítico estudio de animación estatal, Soyuzmultfilm, tras la caída de la URSS.
Habiendo tenido que ocultar sus creencias cristianas mientras trabajaban allí, se decidieron a crear su propio estudio para desarrollar historias que reflejaran los valores de su Fe. Tras varios cortometrajes, su primer gran proyecto fue éste.
Lo más interesante y llamativo de la película es que, a pesar de contar la historia con figuras de barro, es capaz de construir una imagen entrañable de Jesús.
La imagen de una persona muy cercana, que es siempre amable, sonriente, sin dejar de ser Dios. Es la primera vez que le vemos reír abiertamente en un filme, o bromear con sus amigos de Betania, o acariciar a los niños y besarlos.
Quizás por temor a representarlo demasiado humano —como si eso “disminuyera” su divinidad, o como si eso comportara verlo frágil, o incluso débil—, los anteriores filmes habían optado siempre por una imagen majestuosa, con actitudes y gestos de marcado hieratismo. En todas las películas anteriores Jesús se mantiene distante, diferente a nosotros.
En ésta, por el contrario, sorprende la cercanía de Cristo: un amigo de los hombres de su tiempo; y, sobre todo, el amigo predilecto de los niños.
Frente a algunas visiones de los sesenta, que muestran respetuosamente a un Jesús lejano y solemne; y frente a las visiones humanizadas de los setenta, que retratan a un Jesús social y revolucionario, este filme continúa la línea de
Jesús de Nazaret y logra un equilibrio aún más acendrado. Porque aquí el Maestro manifiesta en todas las secuencias un sorprendente buen humor.
Es cariñoso, atento a los detalles; sabe cómo dirigirse a cada uno, cómo tratar a los niños y a los adultos, a los pobres y a las autoridades; sabe cómo y cuándo debe sonreír. Y todo, sin que nada nos haga olvidar que es Dios, al mismo tiempo.
El mérito principal de este logro
debemos atribuirlo, sin duda, al brillante guión de Murray Watts, que con fina precisión define el carácter del Maestro; pero también contribuye el tono acertado de Joseph Fiennes en los diálogos, y el hecho de que ningún actor conocido dé vida al personaje: curiosamente, la figura de Jesús resulta más convincente y humana porque no se identifica con ningún actor de carne y hueso.
En este retrato humano de Jesús, cobran especial significación las relaciones humanas. Así, somos testigos del trato afectuoso del Maestro con Marta, María y Lázaro, sus grandes amigos de Betania. En esa casa presenciamos la escena más distendida de todo el filme. Jesús ha sido invitado a hospedarse con ellos,
y ya de noche, ríen alegremente durante la cena. En un momento, la conversación se vuelve íntima, y Lázaro aprovecha la ocasión para sondear a su amigo: “No lo entiendo. Cuando murió José, te legó un buen juego de herramientas, un taller y buenos contactos en las grandes ciudades…”.
Jesús le ve venir e intenta zanjar la cuestión: “Lázaro, debo ocuparme de una nueva obra”. Pero María, sentada a sus pies, da un giro a la conversación: “¿A eso te refieres cuando hablas del Reino?”. El Maestro la mira con ternura y le sonríe, porque el amor de esa mujer ha sabido descubrir su verdad más honda. Con ese gesto de tono trascendente podría haber concluido la escena; pero el filme, que nunca deja a un lado la humanidad de Cristo, enlaza ese momento místico con una broma simpática. Lázaro, que no se resigna a perder de vista al amigo, añade en tono lastimoso: “
¡Sí, el Reino de Dios! Pero la última vez que viniste nos arreglaste la puerta…”. Y Jesús, con una alegre sonrisa, aprovecha esa frase para cerrar definitivamente el diálogo: “
Espero, al menos, que la puerta siga abriendo bien”.
Por otra parte,
la película desarrolla también la relación del Señor con Juan Bautista: su delicada y amistosa relación familiar se pone de relieve en la escena del Bautismo. Cuando éste se resiste a bautizarle en el Jordán, Jesús le recuerda con ternura: “
¡Juan!, ¡¡Juan!! Cuando éramos niños jugábamos juntos en este río. Nuestras madres nos llamaban y corríamos junto a ellas”. El Maestro se detiene un segundo, y enlazando el recuerdo de las voces maternas con su actual vocación divina, concluye: “
Ahora oigo otra llamada: la de mi Padre del Cielo. Y debo seguirla”.