Ayer hablaba de que fidelidad (a los textos sagrados) no implica necesariamente una estricta “literalidad”. Adaptar a la pantalla supone re-crear la historia, y eso exige introducir cambios y recortes. Otra cosa es la invención gratuita y sin fundamento, como sucedió en determinados pasajes de La historia más grande jamás contada (1965), de George Stevens.
En el guión de esa cinta fue muy criticada la frecuente refundición de textos escriturísticos o el trasvase de un diálogo concreto a otra escena sin relación alguna. Por la necesidad de comprimir el tiempo, es práctica habitual en las películas del género biográfico fundir diversos pasajes del protagonista en una sola secuencia, pero en el filme de Stevens se abusa tanto de esta licencia narrativa que, tratándose de textos sagrados, motivó no pocas reservas en los espectadores.
Tal vez el caso más llamativo es la conversación de Jesús en Betania, en casa de Marta, María y Lázaro. En boca de Lázaro pone el guionista la pregunta que un escriba hizo a Jesús: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?” (Mt 22, 36).A continuación viene la famosa respuesta del Señor (“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente”) y sigue la exclamación del escriba: “Bien dices, Maestro…”. Solo que aquí ese pasaje aparece en boca de Lázaro, y cambiando el contenido de las palabras de la Escritura: “Bien dices, Maestro, que amar al prójimo —en vez de amar a Dios— vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. Es lógico que esa traslación indebida, de una escena a otra, y los cambios introducidos en el discurso, suscitaran la reticencia de los espectadores.
Pero aún hay más. A continuación, la escena enlaza repentinamente con el pasaje evangélico del joven rico, pues en el filme es el mismísimo Lázaro quien dice a Jesús: “Señor, te seguiré a donde quiera que vayas”, y es también él quien escucha la respuesta divina, solo que formulada como pregunta: “¿Renunciarías a todo lo que posees y me seguirías?”. Ante esta inesperada exigencia, contesta Lázaro: “¿¡Quién podría hacer tal cosa!?”. Y el Señor se va de su casa, no sin antes incluir en su postrer diálogo algunos fragmentos de otros pasajes evangélicos: “Donde esté tu riqueza, allá estará tu corazón… No se puede servir a dos señores… Conozco a una viuda que echó dos monedas en el Templo…”.
La mayor parte de estas críticas provenían de protestantes puritanos, pues ellos son mucho más estrictos que otras confesiones cristianas en lo que se refiere a la literalidad de los textos. Algunos puritanos criticaron, además, la libertad con que Stevens dramatizó determinados pasajes. En la película, Judas Iscariote acaba con su vida arrojándose al fuego, pero las Escrituras afirman claramente que Judas se ahorcó (Mt 27,5; Hechos 1, 18). El director, sabiendo que buena parte de la audiencia asociaría el Infierno con las llamas, pensó que éste sería un acertado símbolo visual: Judas se arroja “figuradamente” a las llamas del Infierno. Pero buena parte de la audiencia no lo consideró acertado. De la misma manera, en el diálogo entre Jesús y Pilatos, Stevens añadió unas palabras que no figuran en los Evangelios. Cuando Jesús afirma que es Hijo de Dios, Pilatos responde: “¿De qué dios?, ¿de Marte, de Hércules, de Júpiter?”. Tampoco esto gustó a los puritanos de Estados Unidos, que pidieron mayor respeto a lo que explícitamente señala el texto evangélico.
Evidentemente, ésta no es de las películas menos fieles al espíritu del Evangelio. Es más: considero que es una buena adaptación, e incluso la considero ente las mejores cintas sobre Jesús. Pero sí me parece paradigmática de cómo la libertad creativa, cuando defrauda las expectativas de fidelidad del público, puede provocar fuertes rechazos. Y esto, insisto, a pesar de su buena factura.
La fidelidad, muchas veces, está en los pequeños detalles. Por supuesto, cabe la imaginación en lo que el Evangelio no cuenta, pero es más discutible la adulteración de un texto conocido, cuando implica un evidente cambio del sentido de la Escritura.