En 1965, George Stevens dirige La Historia más grande jamás contada con la intención de agradar tanto a los judíos como a los católicos y a los protestantes. Tal vez ese deseo de lograr una vida de Jesús “universalmente aceptada” llevó a este director a poner en sordina algunos pasajes decididamente cristianos; y, entre ellos, el más importante de la Resurrección.
Aquí no vemos a Jesús resucitado. No se aparece a la Magdalena ni a los discípulos de Emaús. Tampoco las apariciones angélicas son del todo claras: cuando entran Pedro y Juan en el sepulcro, hay un hombre que afirma la resurrección de Jesús, pero no queda clara su condición celestial. Desde una visión más emocional que teológica, Stevens omite los hechos principales de ese pasaje y se decanta por una interpretación grandiosa y sugestiva, que alude a los hechos sin mostrarlos.
Primero vemos el amanecer, que simboliza la nueva Vida de Cristo. La luz va inundando el paisaje –a la vez que oímos el “Hallelujah” de Haendel- y animando la vida de los personajes. Primero alcanza a los discípulos que han pasado la noche junto al lago, después llega al cenáculo donde dormitan los discípulos, y finalmente llega también a los soldados que custodian la tumba de Cristo. Todos despiertan con la llegada de la luz y descubren (cada uno a su modo) que el Señor ha resucitado.
En esta versión, Jesús no se aparece a María Magdalena. Ésta recibe una especie de iluminación interior, y recuerda la profecía de Cristo: que resucitará al tercer día. Exclama en alta voz su emocionado recuerdo y esto –en vez de anunciar que la tumba está vacía- es lo que motiva que Pedro y Juan se dirijan apresurados hasta el sepulcro. Lo que sigue es una cronología algo desacompasada: vemos a María Magdalena, que llega la primera al sepulcro (cuando la hemos visto quedarse en casa tras el recuerdo) y su encuentro con un joven que le dice: “¿Por qué buscas entre los muertos al que vive? ¡Ha resucitado!” (Lc 24, 5-6).
A continuación llegan Juan y Pedro. “Corrían juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó antes al sepulcro… Llegó tras él Simón Pedro y entró… Entonces entró también el otro discípulo” (Jn 20, 4-8).
Y, mientras seguimos oyendo el “Hallelujah”, el guión traslada a esta escena lo acontecido en dos momentos anteriores: el anuncio de la Magdalena a estos dos apóstoles (Jn 20, 2), aunque no anuncia el robo del cuerpo sino su resurrección; y la visión de las mujeres cuando acuden a embalsamar al Señor: “Al entrar en el sepulcro vieron a un joven a la derecha, vestido con túnica blanca” (Mc 16, 5). Lo ven ellos, no las santas mujeres.
La siguiente escena (separada de las anteriores por el cese del “Hallelujah”) es la confabulación de los príncipes de los sacerdotes para ocultar la resurrección (Mt 28, 11-15). Sale a relucir la argumentación que menciona Mateo (“Decid que sus discípulos vinieron por la noche y lo robaron mientras dormíais”, Mt 28, 13) solo que aquí como mera hipótesis de lo que pudo haber acontecido. La escena termina con una réplica sugerente: “En fin, todo se habrá olvidado dentro de una semana”. Para sorpresa de los otros, el más anciano responde: “No lo sé…”.
Aquí no vemos a Jesús resucitado. No se aparece a la Magdalena ni a los discípulos de Emaús. Tampoco las apariciones angélicas son del todo claras: cuando entran Pedro y Juan en el sepulcro, hay un hombre que afirma la resurrección de Jesús, pero no queda clara su condición celestial. Desde una visión más emocional que teológica, Stevens omite los hechos principales de ese pasaje y se decanta por una interpretación grandiosa y sugestiva, que alude a los hechos sin mostrarlos.
Primero vemos el amanecer, que simboliza la nueva Vida de Cristo. La luz va inundando el paisaje –a la vez que oímos el “Hallelujah” de Haendel- y animando la vida de los personajes. Primero alcanza a los discípulos que han pasado la noche junto al lago, después llega al cenáculo donde dormitan los discípulos, y finalmente llega también a los soldados que custodian la tumba de Cristo. Todos despiertan con la llegada de la luz y descubren (cada uno a su modo) que el Señor ha resucitado.
En esta versión, Jesús no se aparece a María Magdalena. Ésta recibe una especie de iluminación interior, y recuerda la profecía de Cristo: que resucitará al tercer día. Exclama en alta voz su emocionado recuerdo y esto –en vez de anunciar que la tumba está vacía- es lo que motiva que Pedro y Juan se dirijan apresurados hasta el sepulcro. Lo que sigue es una cronología algo desacompasada: vemos a María Magdalena, que llega la primera al sepulcro (cuando la hemos visto quedarse en casa tras el recuerdo) y su encuentro con un joven que le dice: “¿Por qué buscas entre los muertos al que vive? ¡Ha resucitado!” (Lc 24, 5-6).
A continuación llegan Juan y Pedro. “Corrían juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó antes al sepulcro… Llegó tras él Simón Pedro y entró… Entonces entró también el otro discípulo” (Jn 20, 4-8).
Y, mientras seguimos oyendo el “Hallelujah”, el guión traslada a esta escena lo acontecido en dos momentos anteriores: el anuncio de la Magdalena a estos dos apóstoles (Jn 20, 2), aunque no anuncia el robo del cuerpo sino su resurrección; y la visión de las mujeres cuando acuden a embalsamar al Señor: “Al entrar en el sepulcro vieron a un joven a la derecha, vestido con túnica blanca” (Mc 16, 5). Lo ven ellos, no las santas mujeres.
La siguiente escena (separada de las anteriores por el cese del “Hallelujah”) es la confabulación de los príncipes de los sacerdotes para ocultar la resurrección (Mt 28, 11-15). Sale a relucir la argumentación que menciona Mateo (“Decid que sus discípulos vinieron por la noche y lo robaron mientras dormíais”, Mt 28, 13) solo que aquí como mera hipótesis de lo que pudo haber acontecido. La escena termina con una réplica sugerente: “En fin, todo se habrá olvidado dentro de una semana”. Para sorpresa de los otros, el más anciano responde: “No lo sé…”.
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