Como castigo a su insurrección, cada distrito debe entregar al Capitolio a un chico y a una chica adolescentes, como "tributo" para un juego a muerte en el que sólo quedará un superviviente.
En el bombo de este año, la suerte les cae a la joven Katniss, que se presenta como “voluntaria” para liberar a su hermana pequeña, y a Peeta, un aprendiz de panadero que tendrá que ingeniárselas para compensar sus escasas actitudes para la lucha. Trasladados a la capital de Panem junto a los otros “tributos” de los once distritos, serán preparados, entrenados y arrojados a la arena como nuevos gladiadores de este tiempo futuro, en un espectáculo visto por todos los habitantes de la nación. En esa pelea sin cuartel, un poco de amor y esperanza serán ingredientes necesarios, junto a la sagacidad, para escapar al destino escrito en un plató de televisión que les acecha y controla. Esta es la triste y aterradora historia de Los Juegos del Hambre, adaptación del primer libro de la trilogía de Suzanne Collins, que ahora Gary Ross ha llevado al cine en lo que es una alegoría política de la lucha por la libertad, y también un apunte a la indignidad que se fomenta desde los reality show.
En ella, vemos que la crítica al poder totalitario es igual de palmaria y manifiesta que la dirigida a esos mass media que fabrican imágenes falsas y huecas, para ofrecérselas después al telespectador como alimento insustancial y narcotizante de conciencias. Hay mucho esquematismo en el dibujo de personajes y en la recreación de situaciones -como es habitual en un blockbuster destinado a un público amplio- y por eso llama la atención un comentario cargado de profundidad y sabiduría. En un momento determinado del “juego”, cuando la pequeña Rue muere en brazos Katniss, ésta se dirige desafiante a cámara en señal de victoria, y se constituye en líder improvisado que canalizará la ira y ansia de libertad del pueblo sometido. Al instante, Seneca -responsable de los Juegos- insta al presidente Snow a cortar por lo sano antes de que sea demasiado tarde y la revuelta coja cuerpo, pero éste le sugiere una táctica tan astuta y malévola: no es bueno dar al pueblo un nuevo mártir, sino un poco de esperanza… pero tampoco demasiada, porque si se les quita por entero, se levantarán en armas sin importarles perder una vida que ya no valoran; y si se les da demasiada esperanza, se crecerán y harán fuertes en su oposición. Por eso, se promueve esa historia de amor y se modifican las reglas para que sean dos del mismo distrito quienes puedan salvarse, con la idea de mantener viva su expectativa de salvación personal.
Parte del éxito de los Juegos está en su retransmisión en directo, manera eficaz de mantener y alimentar el miedo, de restar esperanza de unas gentes que sueñan con la liberación. La televisión es, una vez más, el cauce para someter al pueblo bajo un pensamiento único y pobre, y los reality show actúan como medio ideal para confundirles al borrar los límites entre realidad y ficción, para hacerles vivir en un espectáculo que les llena de vacío y que anula su capacidad de reacción. Pero es el juego de la esperanza el más peligroso y dañino de todos, aquel que mina irremediablemente lo más profundo y esencial de la persona humana. Sin ella, el individuo cae en la inanición y en la falta de horizontes, pierde la motivación para seguir adelante y la fuerza para superar los obstáculos del camino, y termina convirtiéndose en marioneta a merced de quien le venda sucedáneos de esperanza… con frecuencia rebajada y limitada a lo material.
Sin embargo, con esperanza el hombre es capaz de arriesgar su vida y convertirse en héroe de leyenda, de ser constante más allá del dolor y de la muerte, de sobrevivir solo ante la adversidad manteniendo la mirada puesta en una meta que sirve de alimento. La esperanza es, bajo este punto de vista, el pan que necesita el alma para sostenerse, el alimento más básico para acometer las luchas que la vida tiene reservadas… y de ella depende que la revolución se lleve a cabo. Por eso, el verdadero “juego del hambre” que Snow trama en su espectáculo no es de la muerte física por herida de arma o por falta de alimento. El suyo es más bien un “juego de la esperanza”, y el trozo de pan por el que Katniss decide bajar a la arena y pelear después es la esperanza de librar a su hermana pequeña del combate y la de regresar para cuidarla.
No es la primera vez que desde el Capitolio se juega con la esperanza de sus súbditos, porque la misma esencia de los Juegos del Hambre radica en cultivar esa pequeña ilusión de librarse cada año el sorteo, o de tener esa mínima probabilidad (una entre veinticuatro, como mucho) de sobrevivir y convertirse en mentor… aunque la imagen que se nos da de éste sea más bien pobre. En realidad, lo que está en liza no es la supervivencia física de los ciudadanos sino la de su espíritu. Por eso, de alguna manera, esos mentores son cadáveres vivientes que ahogan sus penas en alcohol y pasan sus días de manera disoluta. Unos y otros son individuos sin esperanza o con un umbral de ésta muy devaluado y rebajado. Pero nuestra joven arquera está bien preparada para enfrentarse a esta sibilina treta, conoce bien las reglas del juego y sabe cómo usar sus armas para vencer… que no son otras que la del amor y la esperanza, más que el arco y las flechas.
Por todo ello, la alegoría que Suzanne Collins y Gary Ross nos brindan va más allá de la revuelta de unos indignados contra el poder político, o incluso de la crítica a unos espectáculos televisivos que se nutren del morbo al contemplar el sufrimiento ajeno. La clave de ese juego macabro es la manipulación de la esperanza, como manera de quitar a la persona la libertad que le es constitutiva. Ahora bien, la esperanza debe orientarse hacia la consecución de otra realidad que se busca y en la que se confía, porque está encaminada hacia la posesión de algo que reporte la felicidad anhelada y que satisfaga el hambre de humanidad. Esa otra realidad es el amor, lo único que da sentido a la lucha y al sacrificio, lo único en donde el que ama y el amado entran en sintonía por afinidad y donde ambos se enriquecen mientras se dan. Quizá por eso, Snow ofrezca al espectador de Panem una dosis de amor pero no del todo verdadero: el romance de Katniss y Peeta es imperfecto por darse en una extrema situación de obligación, de falta de libertad… En esas circunstancias, es necesario simular para salvar la vida y poder regresar sanos y salvos al distrito 12, y por eso la interpretación de esta pareja de jóvenes “tributos” no tiene más remedio que recurrir a la sagacidad y engañar a todos… hasta el punto de que el espectador no sabe si, en la escena de su enamoramiento, está asistiendo a una realidad o a una ficción construida para los televidentes de Panem. Es la vuelta de tuerca definitiva sobre la frágil verdad de lo que aparece en la pantalla.
No es nueva esta llamada del cine a vivir de esperanza para alcanzar una libertad y amor verdaderamente humanos. Esa misma chispa de esperanza es la que mantuvo viva a la pareja de donantes enamorados de Nunca me abandones, hasta el último momento soñadores de un aplazamiento a su “cumplimiento” si demostraban un amor auténtico y verificable entre ellos. O la que mantuvo en pie al polaco Janusz de Camino a la libertad para regresar junto a su mujer cincuenta años después de perderla, y liberarla así de la culpa por haberle traicionado ante los soviéticos. O la que alienta a esos individuos que trabajan incansablemente por “una vida merecida” en In time, aunque no sepan hasta dónde les alcanzará el crédito y no lleguen a ser “millonarios de tiempo”. O la que busca el ingenuo Truman cuando decide escapar del show televisivo que le promete una vida feliz y libre de inclemencias. O la de los jóvenes de La Isla amenazados por un plan mentiroso e indigno. Son algunos ejemplos entre los muchos títulos que nos hablan de un futuro de progreso material y técnico, a costa de una pérdida de libertad, esperanza y amor. O mejor dicho, ofreciendo al hombre un atractivo pero peligroso narcótico a base de un poco de libertad, esperanza y amor… devaluados. (Julio Rodríguez Chico/Pantalla90)
En el bombo de este año, la suerte les cae a la joven Katniss, que se presenta como “voluntaria” para liberar a su hermana pequeña, y a Peeta, un aprendiz de panadero que tendrá que ingeniárselas para compensar sus escasas actitudes para la lucha. Trasladados a la capital de Panem junto a los otros “tributos” de los once distritos, serán preparados, entrenados y arrojados a la arena como nuevos gladiadores de este tiempo futuro, en un espectáculo visto por todos los habitantes de la nación. En esa pelea sin cuartel, un poco de amor y esperanza serán ingredientes necesarios, junto a la sagacidad, para escapar al destino escrito en un plató de televisión que les acecha y controla. Esta es la triste y aterradora historia de Los Juegos del Hambre, adaptación del primer libro de la trilogía de Suzanne Collins, que ahora Gary Ross ha llevado al cine en lo que es una alegoría política de la lucha por la libertad, y también un apunte a la indignidad que se fomenta desde los reality show.
En ella, vemos que la crítica al poder totalitario es igual de palmaria y manifiesta que la dirigida a esos mass media que fabrican imágenes falsas y huecas, para ofrecérselas después al telespectador como alimento insustancial y narcotizante de conciencias. Hay mucho esquematismo en el dibujo de personajes y en la recreación de situaciones -como es habitual en un blockbuster destinado a un público amplio- y por eso llama la atención un comentario cargado de profundidad y sabiduría. En un momento determinado del “juego”, cuando la pequeña Rue muere en brazos Katniss, ésta se dirige desafiante a cámara en señal de victoria, y se constituye en líder improvisado que canalizará la ira y ansia de libertad del pueblo sometido. Al instante, Seneca -responsable de los Juegos- insta al presidente Snow a cortar por lo sano antes de que sea demasiado tarde y la revuelta coja cuerpo, pero éste le sugiere una táctica tan astuta y malévola: no es bueno dar al pueblo un nuevo mártir, sino un poco de esperanza… pero tampoco demasiada, porque si se les quita por entero, se levantarán en armas sin importarles perder una vida que ya no valoran; y si se les da demasiada esperanza, se crecerán y harán fuertes en su oposición. Por eso, se promueve esa historia de amor y se modifican las reglas para que sean dos del mismo distrito quienes puedan salvarse, con la idea de mantener viva su expectativa de salvación personal.
Parte del éxito de los Juegos está en su retransmisión en directo, manera eficaz de mantener y alimentar el miedo, de restar esperanza de unas gentes que sueñan con la liberación. La televisión es, una vez más, el cauce para someter al pueblo bajo un pensamiento único y pobre, y los reality show actúan como medio ideal para confundirles al borrar los límites entre realidad y ficción, para hacerles vivir en un espectáculo que les llena de vacío y que anula su capacidad de reacción. Pero es el juego de la esperanza el más peligroso y dañino de todos, aquel que mina irremediablemente lo más profundo y esencial de la persona humana. Sin ella, el individuo cae en la inanición y en la falta de horizontes, pierde la motivación para seguir adelante y la fuerza para superar los obstáculos del camino, y termina convirtiéndose en marioneta a merced de quien le venda sucedáneos de esperanza… con frecuencia rebajada y limitada a lo material.
Sin embargo, con esperanza el hombre es capaz de arriesgar su vida y convertirse en héroe de leyenda, de ser constante más allá del dolor y de la muerte, de sobrevivir solo ante la adversidad manteniendo la mirada puesta en una meta que sirve de alimento. La esperanza es, bajo este punto de vista, el pan que necesita el alma para sostenerse, el alimento más básico para acometer las luchas que la vida tiene reservadas… y de ella depende que la revolución se lleve a cabo. Por eso, el verdadero “juego del hambre” que Snow trama en su espectáculo no es de la muerte física por herida de arma o por falta de alimento. El suyo es más bien un “juego de la esperanza”, y el trozo de pan por el que Katniss decide bajar a la arena y pelear después es la esperanza de librar a su hermana pequeña del combate y la de regresar para cuidarla.
No es la primera vez que desde el Capitolio se juega con la esperanza de sus súbditos, porque la misma esencia de los Juegos del Hambre radica en cultivar esa pequeña ilusión de librarse cada año el sorteo, o de tener esa mínima probabilidad (una entre veinticuatro, como mucho) de sobrevivir y convertirse en mentor… aunque la imagen que se nos da de éste sea más bien pobre. En realidad, lo que está en liza no es la supervivencia física de los ciudadanos sino la de su espíritu. Por eso, de alguna manera, esos mentores son cadáveres vivientes que ahogan sus penas en alcohol y pasan sus días de manera disoluta. Unos y otros son individuos sin esperanza o con un umbral de ésta muy devaluado y rebajado. Pero nuestra joven arquera está bien preparada para enfrentarse a esta sibilina treta, conoce bien las reglas del juego y sabe cómo usar sus armas para vencer… que no son otras que la del amor y la esperanza, más que el arco y las flechas.
Por todo ello, la alegoría que Suzanne Collins y Gary Ross nos brindan va más allá de la revuelta de unos indignados contra el poder político, o incluso de la crítica a unos espectáculos televisivos que se nutren del morbo al contemplar el sufrimiento ajeno. La clave de ese juego macabro es la manipulación de la esperanza, como manera de quitar a la persona la libertad que le es constitutiva. Ahora bien, la esperanza debe orientarse hacia la consecución de otra realidad que se busca y en la que se confía, porque está encaminada hacia la posesión de algo que reporte la felicidad anhelada y que satisfaga el hambre de humanidad. Esa otra realidad es el amor, lo único que da sentido a la lucha y al sacrificio, lo único en donde el que ama y el amado entran en sintonía por afinidad y donde ambos se enriquecen mientras se dan. Quizá por eso, Snow ofrezca al espectador de Panem una dosis de amor pero no del todo verdadero: el romance de Katniss y Peeta es imperfecto por darse en una extrema situación de obligación, de falta de libertad… En esas circunstancias, es necesario simular para salvar la vida y poder regresar sanos y salvos al distrito 12, y por eso la interpretación de esta pareja de jóvenes “tributos” no tiene más remedio que recurrir a la sagacidad y engañar a todos… hasta el punto de que el espectador no sabe si, en la escena de su enamoramiento, está asistiendo a una realidad o a una ficción construida para los televidentes de Panem. Es la vuelta de tuerca definitiva sobre la frágil verdad de lo que aparece en la pantalla.
No es nueva esta llamada del cine a vivir de esperanza para alcanzar una libertad y amor verdaderamente humanos. Esa misma chispa de esperanza es la que mantuvo viva a la pareja de donantes enamorados de Nunca me abandones, hasta el último momento soñadores de un aplazamiento a su “cumplimiento” si demostraban un amor auténtico y verificable entre ellos. O la que mantuvo en pie al polaco Janusz de Camino a la libertad para regresar junto a su mujer cincuenta años después de perderla, y liberarla así de la culpa por haberle traicionado ante los soviéticos. O la que alienta a esos individuos que trabajan incansablemente por “una vida merecida” en In time, aunque no sepan hasta dónde les alcanzará el crédito y no lleguen a ser “millonarios de tiempo”. O la que busca el ingenuo Truman cuando decide escapar del show televisivo que le promete una vida feliz y libre de inclemencias. O la de los jóvenes de La Isla amenazados por un plan mentiroso e indigno. Son algunos ejemplos entre los muchos títulos que nos hablan de un futuro de progreso material y técnico, a costa de una pérdida de libertad, esperanza y amor. O mejor dicho, ofreciendo al hombre un atractivo pero peligroso narcótico a base de un poco de libertad, esperanza y amor… devaluados. (Julio Rodríguez Chico/Pantalla90)
Hola Alfonso, me hablaron de este libro y tarde muy poco en leerlo, engancha mucho. Es una historia genial. Estoy deseando que pase Junio para poder comprarme los otros dos de la saga, ahora necesitamos estar más concentrados en los trabajos y en los exámenes. Un abrazo!!
ResponderEliminarHola Alfonso, una pregunta, es recomendable para adolescentes? Mis hijos mayores estan deseando verla, 13 y 15 años. ¿Que opinas? Saludos, desde Barcelona. Ana Sesé
ResponderEliminarHola, Ana. Cuánto tiempo sin saber de ti. enhorabuena por los dos niños. ¿Tienes más? Por lo que respecta a la película, me parece adecuada para jóvenes. Tiene algo de violencia (lo propio de torneos y batallas) pero no explícita ni desagradable.
ResponderEliminarUn cordial saludo.
HE LEIDO CON TRANQUILIDAD EL DESARROLLO Y LO QUE PRETENDE TRASLADAR AL ESPECTADOR ESTA PELICULA. ES AMPLIA LA EXPLICACIÓN, PERO MERECE LLEGAR AL FINAL. LO QUE CUENTAS SOBRE LA PELICULA, ¡¡ES TAN REAL COMO LA VIDA MISMA!! Y SUCEDE EN LA ACTUALIDAD. COMO DICE EL TÍTULO, ES "UNA LLAMADA A LA ESPERANZA", Y TAMBIÉN A LA LIBERTAD DEL HOMBRE.
ResponderEliminarUN CORDIAL SALUDO.