El 20 de mayo de 1985 falleció en la Clínica Universitaria de Navarra D. Eduardo Ortiz de Landázuri, médico y profesor universitario. En poco tiempo comenzó su proceso de canonización. Miembro del Opus Dei, había muerto con fama de santidad, después de atender a miles y miles de enfermos y de haber ayudado a muchos a reconciliarse con Dios.
En noviembre de 1983, cuando ya estaba muy avanzado el cáncer irreversible que le llevaría a la tumba, el “Diario de Navarra” publicó una larga entrevista que conmovió a muchos lectores. Pocos días después, llegó a la redacción del periódico esta impresionante carta de alguien que había sido paciente suyo.
Amigo Eduardo Ortiz:
Le llamo amigo aunque no nos conocemos. Ni soy del Opus Dei, ni sé lo que es. No tengo fe, aunque dice el cura que tengo la esperanza de tenerla. No tengo caridad y me gustaría haberla tenido. Le escribo diciendo que no nos conocemos porque sólo nos hemos visto una vez, hace casi 20 años; soy uno de los mucho miles de enfermos que usted dice que ha visitado. Me llamo A.F., era funcionario de una ciudad pequeña. Ahora soy nada, un jubilado por el cáncer que, como usted, espera la muerte: en mi caso con miedo.
Entre los dos hay grandes diferencias: usted “cree en la religión, y es apolítico”, yo, “político y arreligioso”; usted habla de la muerte sin tristeza, yo, con miedo; usted dice que ha intentado pasar por la vida haciendo el bien que ha podido, yo he intentado pasar por la vida olvidando que se puede hacer el bien; usted cree en el cielo, a mi, ahora, me gustaría creer. Antes pensé que no era cosa mía.
¿Por qué le escribo esta carta? Una hermana mía, que vive en Pamplona, me mandó el “Diario” y pude leer su “mensaje a los que se mueren”. Después de leerlo, pensando en su cáncer y en el mío, (en esto sí nos parecemos) me entró un deseo grande de ir a un cielo, en el que no creo. Me he confesado. Hacía 20 años que no lo hacía. La última vez después de la visita al Doctor Eduardo Ortiz. Entre las medicinas que me recomendó estaba el que me confesara. Como enfermo, y miedoso lo hice; pero me puse bueno y me olvidé de todo.
Hace una semana después de darle vueltas a su mensaje, llamé al cura. Me ha dicho que estoy perdonado. Yo le he dicho que me arrepiento para siempre (posiblemente porque no volveré a estar bueno). ¿Qué me pasa que ya no puedo escribir a mano y muy mal a máquina?
También le he dicho que no tengo fe ni creo en el cielo. Y el cura me dice que tenga paciencia, y que rece a un sacerdote que está en ese cielo y que fue muy amigo del doctor Eduardo Ortiz. Usted tiene 73 años, yo 37. La edad no importa: a los dos nos queda poco para ir al otro mundo; a usted se lo han dicho “con claridad y caridad” a mi de un “modo confuso y sin caridad”.
Le escribo esta carta porque me parece que con ella hago el “primer bien de mi vida a un amigo”. Si yo recibiese de un enfermo esta carta me alegraría al saber que realmente a alguien “he hecho bien”..., seguramente porque yo no soy como usted; soy vanidoso.
Doctor, si el cielo existe y usted va al cielo no deje que yo no vaya aunque, aún entonces, no crea.
Gracias, doctor, por su mensaje.
A. F.
En noviembre de 1983, cuando ya estaba muy avanzado el cáncer irreversible que le llevaría a la tumba, el “Diario de Navarra” publicó una larga entrevista que conmovió a muchos lectores. Pocos días después, llegó a la redacción del periódico esta impresionante carta de alguien que había sido paciente suyo.
Zaragoza, 8 de diciembre de 1983
Amigo Eduardo Ortiz:
Le llamo amigo aunque no nos conocemos. Ni soy del Opus Dei, ni sé lo que es. No tengo fe, aunque dice el cura que tengo la esperanza de tenerla. No tengo caridad y me gustaría haberla tenido. Le escribo diciendo que no nos conocemos porque sólo nos hemos visto una vez, hace casi 20 años; soy uno de los mucho miles de enfermos que usted dice que ha visitado. Me llamo A.F., era funcionario de una ciudad pequeña. Ahora soy nada, un jubilado por el cáncer que, como usted, espera la muerte: en mi caso con miedo.
Entre los dos hay grandes diferencias: usted “cree en la religión, y es apolítico”, yo, “político y arreligioso”; usted habla de la muerte sin tristeza, yo, con miedo; usted dice que ha intentado pasar por la vida haciendo el bien que ha podido, yo he intentado pasar por la vida olvidando que se puede hacer el bien; usted cree en el cielo, a mi, ahora, me gustaría creer. Antes pensé que no era cosa mía.
¿Por qué le escribo esta carta? Una hermana mía, que vive en Pamplona, me mandó el “Diario” y pude leer su “mensaje a los que se mueren”. Después de leerlo, pensando en su cáncer y en el mío, (en esto sí nos parecemos) me entró un deseo grande de ir a un cielo, en el que no creo. Me he confesado. Hacía 20 años que no lo hacía. La última vez después de la visita al Doctor Eduardo Ortiz. Entre las medicinas que me recomendó estaba el que me confesara. Como enfermo, y miedoso lo hice; pero me puse bueno y me olvidé de todo.
Hace una semana después de darle vueltas a su mensaje, llamé al cura. Me ha dicho que estoy perdonado. Yo le he dicho que me arrepiento para siempre (posiblemente porque no volveré a estar bueno). ¿Qué me pasa que ya no puedo escribir a mano y muy mal a máquina?
También le he dicho que no tengo fe ni creo en el cielo. Y el cura me dice que tenga paciencia, y que rece a un sacerdote que está en ese cielo y que fue muy amigo del doctor Eduardo Ortiz. Usted tiene 73 años, yo 37. La edad no importa: a los dos nos queda poco para ir al otro mundo; a usted se lo han dicho “con claridad y caridad” a mi de un “modo confuso y sin caridad”.
Le escribo esta carta porque me parece que con ella hago el “primer bien de mi vida a un amigo”. Si yo recibiese de un enfermo esta carta me alegraría al saber que realmente a alguien “he hecho bien”..., seguramente porque yo no soy como usted; soy vanidoso.
Doctor, si el cielo existe y usted va al cielo no deje que yo no vaya aunque, aún entonces, no crea.
Gracias, doctor, por su mensaje.
A. F.
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