En el primer lustro de los años sesenta, continúan las superproducciones norteamericanas sobre la vida del Señor. Pero algo ha cambiado. Frente al Jesús solitario y distante, del que sólo vemos una mano o apenas su sombra; frente a ese puritanismo de Hollywood, que evitaba toda representación "humana" de Cristo para subrayar sobre todo su divinidad, en la nueva década comienzan a hacerse películas en que vemos el rostro de Cristo, y su figura, y sus discursos.
Pero lo vemos desde una posición excesivamente rígida y solemne, para enfatizar la naturaleza divina de Cristo. Con esto hemos dado un paso, pero aún falta mucho para ver a Cristo en el cine como fue en la realidad: Dios y a la vez Hombre, alguien con un corazón como el nuestro, que amaba a sus discípulos, que se preocupaba por los que le seguían, que lloraba por la muerte de Lázaro o que se conmovía ante la viuda de Naím.
En 1961 Nicholas Ray produce su inolvidable Rey de Reyes, rodada en su mayor parte en España con la dirección artística de Gil Parrondo. Inspirada más en los libros de Tácito que en los Evangelios, sitúa la vida de Jesús en el contexto político de la dominación romana, y en ella Ray aprovecha para ilustrar sus temas favoritos: el debate interior del hombre entre acción y contemplación, el inconformismo frente al orden establecido, la libertad como guía personal. Es respetuosa con las Escrituras y fiel al mensaje de Cristo, pero es más un pretexto para ofrecer una visión personal de la religión que una re-creación de la vida de Jesús.
Al año siguiente, Richard Fleischer dirige Barrabás (1962), basada en una novela de Par Lagerkvist. La historia se centra en el personaje del malhechor (interpretado por Anthony Quinn) que fue liberado por Poncio Pilato en lugar de Jesús. Esta figura del ladrón nos es presentada con realismo, como un hombre violento y asesino, pero cuya existencia queda marcada para siempre por la obsesión de que un hombre bueno, al que muchos creían Hijo de Dios, sufrió la muerte miserable a la que él estaba condenado.
El ciclo se cierra tres años más tarde, con la aparición de La Historia más grande jamás contada (1965), de George Stevens, que alcanzó enorme popularidad y obtuvo cinco nominaciones a los Óscars. Max von Sydow, como protagonista, creó una imagen un tanto mística y atormentada de Jesús, con los ojos mirando al infinito y una extrema solemnidad en el hablar, que influyó muchísimo en las futuras representaciones de Cristo.
Con esta película terminó la etapa de las grandes superproducciones. Habrían de pasar varios años antes de que Jesús volviera a las pantallas de cine. Pero entonces lo haría de otro modo, con otra imagen, con otra significación. Es una visión distinta, más hippie, más humana y sociopolítica, la que el cine de los setenta ofrecerá sobre la vida de Cristo: Godspell, Jesucristo Superstar, etc...
Pero lo vemos desde una posición excesivamente rígida y solemne, para enfatizar la naturaleza divina de Cristo. Con esto hemos dado un paso, pero aún falta mucho para ver a Cristo en el cine como fue en la realidad: Dios y a la vez Hombre, alguien con un corazón como el nuestro, que amaba a sus discípulos, que se preocupaba por los que le seguían, que lloraba por la muerte de Lázaro o que se conmovía ante la viuda de Naím.
En 1961 Nicholas Ray produce su inolvidable Rey de Reyes, rodada en su mayor parte en España con la dirección artística de Gil Parrondo. Inspirada más en los libros de Tácito que en los Evangelios, sitúa la vida de Jesús en el contexto político de la dominación romana, y en ella Ray aprovecha para ilustrar sus temas favoritos: el debate interior del hombre entre acción y contemplación, el inconformismo frente al orden establecido, la libertad como guía personal. Es respetuosa con las Escrituras y fiel al mensaje de Cristo, pero es más un pretexto para ofrecer una visión personal de la religión que una re-creación de la vida de Jesús.
Al año siguiente, Richard Fleischer dirige Barrabás (1962), basada en una novela de Par Lagerkvist. La historia se centra en el personaje del malhechor (interpretado por Anthony Quinn) que fue liberado por Poncio Pilato en lugar de Jesús. Esta figura del ladrón nos es presentada con realismo, como un hombre violento y asesino, pero cuya existencia queda marcada para siempre por la obsesión de que un hombre bueno, al que muchos creían Hijo de Dios, sufrió la muerte miserable a la que él estaba condenado.
El ciclo se cierra tres años más tarde, con la aparición de La Historia más grande jamás contada (1965), de George Stevens, que alcanzó enorme popularidad y obtuvo cinco nominaciones a los Óscars. Max von Sydow, como protagonista, creó una imagen un tanto mística y atormentada de Jesús, con los ojos mirando al infinito y una extrema solemnidad en el hablar, que influyó muchísimo en las futuras representaciones de Cristo.
Con esta película terminó la etapa de las grandes superproducciones. Habrían de pasar varios años antes de que Jesús volviera a las pantallas de cine. Pero entonces lo haría de otro modo, con otra imagen, con otra significación. Es una visión distinta, más hippie, más humana y sociopolítica, la que el cine de los setenta ofrecerá sobre la vida de Cristo: Godspell, Jesucristo Superstar, etc...
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